El grabado corresponde a la ilustración de Édouard Riou.
En ocasiones las setas ocupan un lugar destacado en la literatura. En su novela Viaje al centro de la Tierra el escritor francés Julio Verne presenta nada menos que un bosque fantástico de setas gigantescas de casi diez metros, tanto de pie como de sombrero. El ilustrador Édouard Riou llegará a utilizar un grabado alusivo en el interior y en la portada de la edición original del libro.
El protagonista (Axel) narra el momento con enorme sorpresa y admiración. Luego aludirá a su conocimiento de la obra de Pierre Bulliard, médico y botánico francés del siglo XVIII, especialista en micología y autor de Histoire des champignons de la France, citando al gasteromicete Calvatia gigantea (= Langermannia, = Lycoperdon giganteum), como ejemplo de seta conocida de notable tamaño (hasta 80 centímetros y 30 kilos de peso).
Reproducimos un fragmento de la obra:
“Pero en aquel momento, solicitó mi atención un inesperado espectáculo. A unos quinientos pasos, a la vuelta de un alto promontorio, se presentó ante nuestros ojos una selva elevada, frondosa y espesa, formada de árboles de medianas dimensiones, que asemejaban perfectos quitasoles, de bordes limpios y geométricos. Las corrientes atmosféricas no parecían ejercer efecto alguno sobre su follaje, y, en medio de las ráfagas de aire, permanecían inmóviles, como un bosque de cedros petrificados. Aceleramos el paso. No acertaba a dar nombre a aquellas singulares especies. ¿No formaban parte de las 200.000 especies vegetales conocidas hasta entonces? ¿Sería preciso asignarles un lugar especial entre la flora de las vegetaciones lacustres? No. Cuando nos cobijamos debajo de su sombra, mi sorpresa se trocó en admiración. En efecto, me hallaba en presencia de especies conocidas en la superficie de la Tierra, pero parecían volcadas de un molde de dimensiones enormes. Mi tío les aplicó en seguida su verdadero nombre.
-Esto no es otra cosa -me dijo- que un bosque notabilísimo de hongos.
Y no se engañaba, en efecto. Imagínese cuál sería el monstruoso desarrollo adquirido por aquellos seres vivos tan ávidos de calor y de humedad. Yo sabía que el Lycoperdon giganteum alcanzaba, según Bulliard, ocho o nueve pies de circunferencia: pero aquéllos eran hongos blancos, de treinta a cuarenta pies de altura, con un sombrero de este mismo diámetro. Había millares de ellos, y, no pudiendo la luz atravesar su espesa contextura, reinaba debajo de sus cúpulas, yuxtapuestas cual los redondos techos de una ciudad africana, la oscuridad más completa.
Quise, no obstante, penetrar más hacia dentro. Un frío mortal descendía de aquellas cavernosas bóvedas. Erramos por espacio de media hora entre aquellas húmedas tinieblas, y experimenté una sensación de verdadero placer cuando regresé de nuevo a las orillas del mar.
Pero la vegetación de aquella comarca subterránea no era sólo de hongos. Más lejos se elevaban grupos de un gran número de otros árboles de descolorido follaje (…) dotados de fenomenales dimensiones, licopodios de cien pies de elevación, sigilarias gigantescas, helechos arborescentes, del tamaño de los abetos de las altas latitudes, lepidodendrones de tallo cilíndrico bifurcado…..
-(...) ¡Mira, Axel, y asómbrate! Jamás botánico alguno ha asistido a una fiesta semejante.” Viaje al centro de la Tierra. Julio Verne.
Cuando Julio Verne titula -bajo el nombre de Viajes extraordinarios a los mundos conocidos y desconocidos- la colección de relatos que a partir de 1862 comienza a escribir, cumplía el proyecto de novelar la ciencia del momento. En palabras de su editor: "se trata de resumir todos los conocimientos geográficos, geológicos, físicos y astronómicos amasados por la ciencia moderna”.
En el libro que nos ocupa la atención se centraba en la geología y la paleontología. La teoría de la evolución de Darwin, de gran actualidad entonces, ocupará varios capítulos. Seres vivos de épocas pasadas aparecen en la novela, casi siempre con tendencia al gigantismo (regla de Cope). Si bien el mito de la tierra hueca -por otra parte muy antiguo-, se considera una de sus ficciones menos científicas, hay que apuntar que no carece de sentido que el novelista francés utilizara el conducto hueco de un volcán islandés como puerta de entrada para aventurarse dentro de las profundidades de la Tierra. Esta idea tenía cierto fundamento dado que se apoyaba en los modelos geológicos que entonces se proponían para las estructuras volcánicas y sus formas de erupción. En el siglo XIX estos modelos se basaban en cámaras magmáticas, con sus respectivos conductos volcánicos o chimeneas, que los conectaban con la superficie. Se pensaba entonces que estas cámaras magmáticas, supuestamente, se vaciaban dejando enormes huecos o cavernas después de las erupciones, lo que inspiró a Julio Verne a la hora de imaginar estas bóvedas inmensas en las profundidades de nuestro planeta.
Puesto que el centro de la Tierra es un núcleo denso y sólido con temperaturas y presiones altísimas, es evidentemente inviable la existencia de un “mundo perdido” en su interior. Lo que debe anotarse es que este mito le sirvió a Verne como excusa para hacer desfilar la flora y la fauna del finales de la era primaria y comienzos de la secundaria. Seres de eras geológicas pasadas estaban vivos bajo tierra. El sistema que los geólogos reconstruyen a partir de la ciencia se volvía así visible y viviente. La teoría evolucionista quedaba, de algún modo, reconstruida y confirmada.
Hoy sabemos, gracias al registro fósil conocido (palinomorfos, troncos de árboles afectados por hongos), que los principales grupos, incluidos los basidiomicetos, se establecieron a partir de diferentes líneas evolutivas antes de finalizar el Paleozoico. Probablemente (Taylor TN, 1994) la colonización de la tierra firme por las plantas no hubiese sido posible sin la ayuda de los hongos, asociados de forma simbionte a las raíces de estas plantas primitivas, lo que las ayudó a obtener el agua y minerales que antes absorbían con más facilidad en los océanos. Hace unos 300 millones de años (al finalizar el Carbonífero) la Tierra dejó de producir carbón de forma masiva a partir de la acumulación y enterramiento de árboles primitivos que crecían en exuberantes bosques pantanosos. El final de esta era del carbón coincidió, precisamente, con la aparición de basidiomicetos con un sistema enzimático (peroxidasas) capaz de degradar eficazmente la lignina.
Lo cierto es que las setas gigantes de Verne han pasado ya a la historia de la literatura a pesar de que, desgraciadamente, "jamás micólogo alguno haya asistido a una fiesta semejante...”.