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Educación ambiental

Lecturas: El niño que soñaba con el infinito. Jean Giono.

Lecturas: El niño que soñaba con el infinito. Jean Giono.

El niño que soñaba con el infinito, cuento de Giono editado por Duomo.

 

Uno se daba cuenta por el vuelo de los pájaros. Los patos salvajes pasaban con una lentitud tan majestuosa por el cielo que uno se veía obligado a imaginar la grandeza de las extensiones sobre las que se paseaban así, midiendo fuerzas. Los arrendajos, las abubillas, los herrerillos comunes, incluso las urracas, que desplegaban dameros al alzar el vuelo, y los cuervos, que se volvían verdes en pleno sol, mostraban, a través de la variedad de su plumaje y de sus colores, todos ellos vivos y barnizados, que el país era sin duda alguna muy bello, ya que había obligado a los pájaros a vestir unos ropajes tan magníficos para vivir allí (…).

Se reunían en grandes ovillos al atardecer y su bandada era como un balón elástico que rebotaba de la pradera al follaje y de follaje en follaje. Pero para qué seguirlos con la mirada si a veces, cuando saltaban muy alto en el cielo, se ponían a chillar como un cuchillo que corta un limón, exaltados por la alegría que sentían, sin duda, al ver en ese momento el atardecer azul extenderse por el infinito del país. Mientras que abajo, en los caminos bordeados de setos, no había más que una sombra gris que sólo servía para apartar los pies de las piedras o de las viejas roderas endurecidas.(…).

 [Ese infinito]…era como un inmenso tapiz sobre el que los colores dibujaban formas: cuadrados, triángulos, rectángulos, rombos, o bien grandes formas con sus numerosos lados. Todas esas formas estaban cosidas las unas a las otras, como las piezas de la bonita alfombra para los pies de la cama que su madre había hecho con retales de tela. Había labranzas, prados, campos, vergeles y bosques. Y el tapiz llegaba hasta donde alcanzaba a ver. Lo que más asombró al niño fue darse cuenta de que sus ojos alcanzaban a ver tan lejos. De repente comprendió qué significaba la expresión  “hasta perderse de vista”. Era muy lejos. Incluso tanto que tal vez no existiera. Porque su propia vista no se perdía, simplemente llegaba hasta el lugar donde el tapiz del infinito se juntaba con el tapiz del cielo. La vista no podía llegar más lejos, porque no podía pasar entre dos tapices unidos.(…).

El niño sabía muy bien qué era un herrerillo común de cabeza azul: es un pajarillo que se reúne en tropel alrededor de los parajes donde hay colmenas (no porque se alimente de la miel, sino porque se alimenta de las abejas), un pajarillo que, cuando huye, parece un relámpago azul. Y cuando toda una bandada huye, ¡qué hermoso relámpago debe de parecer!.Y, en efecto, resulta que en ese momento empezaron a brillar enormes destellos azules alrededor de todas las granjas. Y mientras en el infinito brillaban destellos azules de las granjas con abejas, las alas de margarita de los molinos de viento daban vueltas, los tejados de los pueblos se enrojecían a través de la vegetación (que eran árboles), los lagos espejeaban, los ríos corrían...

 

El niño que soñaba con el infinito. Jean Giono.

 

Para trabajar el texto:

¿Qué quiere decir la expresión “soñar con el infinito”?

El niño sueña con volar. No se conforma con transitar por los caminos y anhela ese dominio del infinito, “hasta perderse de vista”, que en la naturaleza solo las aves poseen.

 ¿De qué forma poética el autor explica la belleza del país?

A través de la belleza del las aves que aparecen (“el país era sin duda alguna muy bello, ya que había obligado a los pájaros a vestir unos ropajes tan magníficos para vivir allí”).

¿Como se describe ese “infinito”, desde el punto de vista del paisaje?

Como un inmenso tapiz, un mosaico de campos de labranza, prados, vergeles y bosques.

¿Qué aves se mencionan en el texto? ¿Qué relación guarda el herrerillo común con las abejas?

Patos, arrendajos, abubillas, herrerillos comunes, urracas y cuervos.

 El herrerillo común es un insectívoro y por lo tanto (al igual que ocurre con otras aves como los abejarucos) es un consumidor habitual no solo de abejas sino también de otros insectos.

 

Lecturas: Las cigüeñas. Andersen.

Lecturas: Las cigüeñas. Andersen.

Cigüeña blanca (Ciconia ciconia)


Sobre el tejado de la casa más apartada de una aldea había un nido de cigüeñas. La cigüeña madre estaba posada en él, junto a sus cuatro polluelos, que asomaban las cabezas con sus piquitos negros, pues no se habían teñido aún de rojo. A poca distancia, sobre el vértice del tejado, permanecía el padre, erguido y tieso; tenía una pata recogida, para que no pudieran decir que el montar la guardia no resultaba fatigoso. Se hubiera dicho que era de palo, tal era su inmovilidad. «Da un gran tono el que mi mujer tenga una centinela junto al nido -pensaba-. Nadie puede saber que soy su marido. Seguramente pensará todo el mundo que me han puesto aquí de vigilante. Eso da mucha distinción». Y siguió de pie sobre una pata.

Abajo, en la calle, jugaba un grupo de chiquillos, y he aquí que, al darse cuenta de la presencia de las cigüeñas, el más atrevido rompió a cantar, acompañado luego por toda la tropa:

Cigüeña, cigüeña, vuélvete a tu tierra

más allá del valle y de la alta sierra.

Tu mujer se está quieta en el nido,

y todos sus polluelos se han dormido.

El primero morirá colgado,

el segundo chamuscado;

al tercero lo derribará el cazador

y el cuarto irá a parar al asador.

-¡Escucha lo que cantan los niños! -exclamaron los polluelos-. Cantan que nos van a colgar y a chamuscar.

-No se preocupen -los tranquilizó la madre-. No les hagan caso, déjenlos que canten.

Y los rapaces siguieron cantando a coro, mientras con los dedos señalaban a las cigüeñas burlándose; sólo uno de los muchachos, que se llamaba Perico, dijo que no estaba bien burlarse de aquellos animales, y se negó a tomar parte en el juego. Entretanto, la cigüeña madre seguía tranquilizando a sus pequeños:

-No se apuren -les decía-, miren qué tranquilo está su padre, sosteniéndose sobre una pata.

-¡Oh, qué miedo tenemos! -exclamaron los pequeños escondiendo la cabecita en el nido.

Al día siguiente los chiquillos acudieron nuevamente a jugar, y, al ver las cigüeñas, se pusieron a cantar otra vez.

El primero morirá colgado, el segundo chamuscado.

-¿De veras van a colgarnos y chamuscamos? -preguntaron los polluelos.

-¡No, claro que no! -dijo la madre-. Aprenderán a volar, pues yo les enseñaré; luego nos iremos al prado, a visitar a las ranas. Verán cómo se inclinan ante nosotras en el agua cantando: «¡coax, coax!»; y nos las zamparemos. ¡Qué bien vamos a pasarlo!

-¿Y después? -preguntaron los pequeños.

-Después nos reuniremos todas las cigüeñas de estos contornos y comenzarán los ejercicios de otoño. Hay que saber volar muy bien para entonces; la cosa tiene gran importancia (...).

-Pero después nos van a ensartar, como decían los chiquillos. Escucha, ya vuelven a cantarlo.

-¡Es a mí a quien deben atender y no a ellos! –les regañó la madre cigüeña-. Cuando se hayan terminado los grandes ejercicios de otoño, emprenderemos el vuelo hacia tierras cálidas, lejos, muy lejos de aquí, cruzando valles y bosques. Iremos a Egipto, donde hay casas triangulares de piedra terminadas en punta, que se alzan hasta las nubes; se llaman pirámides, y son mucho más viejas de lo que una cigüeña puede imaginar. También hay un río, que se sale del cauce y convierte todo el país en un cenagal. Entonces, bajaremos al fango y nos hartaremos de ranas.

-¡Ajá! -exclamaron los polluelos.

-¡Sí, es magnífico! En todo el día no hace uno sino comer; y mientras nos damos allí tan buena vida, en estas tierras no hay una sola hoja en los árboles, y hace tanto frío que hasta las nubes se hielan, se resquebrajan y caen al suelo en pedacitos blancos. Se refería a la nieve, pero no sabía explicarse mejor.

-¿Y también esos chiquillos malos se hielan y rompen a pedazos? -preguntaron los polluelos.

-No, no llegan a romperse, pero poco les falta, y tienen que estarse quietos en el cuarto oscuro; ustedes, en cambio, volarán por aquellas tierras, donde crecen las flores y el sol lo inunda todo.

Transcurrió algún tiempo. Los polluelos habían crecido lo suficiente para poder incorporarse en el nido y dominar con la mirada un buen espacio a su alrededor. Y el padre acudía todas las mañanas provisto de sabrosas ranas, culebrillas y otras golosinas que encontraba. ¡Eran de ver las exhibiciones con que los obsequiaba! Inclinaba la cabeza hacia atrás, hasta la cola, castañeteaba con el pico cual si fuese una carraca y luego les contaba historias, todas acerca del cenagal.

-Bueno, ha llegado el momento de aprender a volar -dijo un buen día la madre, y los cuatro pollitos hubieron de salir al remate del tejado. ¡Cómo se tambaleaban, cómo se esforzaban en mantener el equilibrio con las alas, y cuán a punto estaban de caerse!

-¡Fíjense en mí! -dijo la madre-. Deben poner la cabeza así, y los pies así: ¡Un, dos, Un, dos! Así es como tendrán que comportarse en el mundo.

Y se lanzó a un breve vuelo, mientras los pequeños pegaban un saltito, con bastante torpeza, y ¡bum!, se cayeron, pues les pesaba mucho el cuerpo.

-¡No quiero volar! -protestó uno de los pequeños, encaramándose de nuevo al nido-. ¡Me es igual no ir a las tierras cálidas!

-¿Prefieres helarte aquí cuando llegue el invierno? ¿Estás conforme con que te cojan esos muchachotes y te cuelguen, te chamusquen y te asen? Bien, pues voy a llamarlos.

-¡Oh, no! -suplicó el polluelo, saltando otra vez al tejado, con los demás.

Al tercer día ya volaban un poquitín, con mucha destreza, y, creyéndose capaces de cernerse en el aire y mantenerse en él con las alas inmóviles, se lanzaron al espacio; pero ¡sí, sí...! ¡Pum! empezaron a dar volteretas, y fue cosa de darse prisa a poner de nuevo las alas en movimiento. Y he aquí que otra vez se presentaron los chiquillos en la calle, y otra vez entonaron su canción:

¡Cigüeña, cigüeña, vuélvete a tu tierra!

-¡Bajemos de una volada y saquémosles los ojos! -exclamaron los pollos- ¡No, déjenlos! -replicó la madre-. Fíjense en mí, esto es lo importante: -Uno, dos, tres! Un vuelo hacia la derecha. ¡Uno, dos, tres! Ahora hacia la izquierda, en torno a la chimenea. Muy bien, ya vais aprendiendo; el último aleteo, ha salido tan limpio y preciso, que mañana los permitiré acompañarme al pantano. Allí conocerán varias familias de cigüeñas con sus hijos, todas muy simpáticas; me gustaría que mis pequeños fuesen los más lindos de toda la concurrencia; quisiera poder sentirme orgullosa de ustedes. Eso hace buen efecto y da un gran prestigio.

-¿Y no nos vengaremos de esos rapaces endemoniados? -preguntaron los hijos.

-Déjenlos gritar cuanto quieran. Ustedes se remontarán hasta las nubes y estarán en el país de las pirámides, mientras ellos pasan frío y no tienen ni una hoja verde, ni una manzana.

-Sí, nos vengaremos -se cuchichearon unos a otros; y reanudaron sus ejercicios de vuelo.

De todos los muchachuelos de la calle, el más empeñado en cantar la canción de burla, y el que había empezado con ella, era precisamente un rapaz muy pequeño, que no contaría más allá de 6 años. Las cigüeñitas, empero, creían que tenía lo menos cien, pues era mucho más corpulento que su madre y su padre. ¡Qué sabían ellas de la edad de los niños y de las personas mayores! Este fue el niño que ellas eligieron como objeto de su venganza, por ser el iniciador de la ofensiva burla y llevar siempre la voz cantante. Las jóvenes cigüeñas estaban realmente indignadas, y cuanto más crecían, menos dispuestas se sentían a sufrirlo. Al fin su madre hubo de prometerles que las dejaría vengarse, pero a condición de que fuese el último día de su permanencia en el país.

-Antes hemos de ver qué tal se portan en las grandes maniobras; si lo hacen mal y el general les traspasa el pecho de un picotazo, entonces los chiquillos habrán tenido razón, en parte al menos. Hemos de verlo, pues.

- ¡Si, ya verás! -dijeron las crías, redoblando su aplicación. Se ejercitaban todos los días, y volaban con tal ligereza y primor, que daba gusto.

Y llegó el otoño. Todas las cigüeñas empezaron a reunirse para emprender juntas el vuelo a las tierras cálidas, mientras en la nuestra reina el invierno. ¡Qué de impresionantes maniobras! Había que volar por encima de bosques y pueblos, para comprobar la capacidad de vuelo, pues era muy largo el viaje que les esperaba. Los pequeños se portaron tan bien, que obtuvieron un «sobresaliente con rana y culebra». Era la nota mejor, y la rana y la culebra podían comérselas; fue un buen bocado.

-¡Ahora, la venganza! -dijeron.

-¡Sí, desde luego! -asintió la madre cigüeña-. Ya he estado yo pensando en la más apropiada. Sé donde se halla el estanque en que yacen todos los niños chiquitines, hasta que las cigüeñas vamos a buscarlos para llevarlos a los padres. Los lindos pequeñuelos duermen allí, soñando cosas tan bellas como nunca mas volverán a soñarlas. Todos los padres suspiran por tener uno de ellos, y todos los niños desean un hermanito o una hermanita. Pues bien, volaremos al estanque y traeremos uno para cada uno de los chiquillos que no cantaron la canción y se portaron bien con las cigüeñas.

-Pero, ¿y el que empezó con la canción, aquel mocoso delgaducho y feo -gritaron los pollos-, qué hacemos con él?

-(...). Tendrá que llorar porque le habremos traído un hermanito muerto; en cambio, a aquel otro muchachito bueno -no lo habrán olvidado, el que dijo que era pecado burlarse de los animales-, a aquél le llevaremos un hermanito y una hermanita, y como el muchacho se llamaba Pedro, todos ustedes se llamarán también Pedro.

Y fue tal como dijo, y todas las crías de las cigüeñas se llamaron Pedro, y todavía siguen llamándose así.


Las Cigüeñas. Hans Christian Andersen.

 

Para trabajar el texto:

¿De dónde era Hans Christian Andersen?

Andersen era un escritor danés conocido por sus cuentos infantiles.

¿Por qué crees que se ha relacionado la cigüeña con el nacimiento de los niños?

Según el folclore europeo la cigüeña es la responsable de traer los niños a sus padres y está asociada con la buena suerte. La leyenda es muy antigua pero fue popularizada durante el siglo XIX por el cuento de Andersen. Su plumaje blanco que representa la pureza, el emplazamiento de los nidos frecuentemente en las construcciones humanas, su comportamiento reproductor -símbolo de cuidado paterno y materno-, el hecho de regresar a los territorios europeos de cría en primavera cuando comienza la vida, así como su consideración en general como ave beneficiosa (al alimentarse de culebras y ratones) han jugado probablemente un papel en todo ello.

¿Cómo es el comportamiento reproductor de la cigüeña blanca? ¿Quién construye el nido, incuba los huevos y alimenta a los polluelos?

El ave es generalmente fiel al nido que reconstruye cada año con ramas y barro. Es criador monógamo pero, en contra de la idea extendida, no se empareja de por vida. Macho y hembra construyen el nido que puede ser utilizado durante varios años. Los dos adultos hacen turnos para incubar los huevos (unos cuatro) y ambos se encargan de la alimentación de los polluelos.

¿Qué refranes, adivinanzas o canciones conoces con la cigüeña como protagonista?:

 - Por San Blas la cigüeña verás y si no la vieres año de nieves. Uno de los refranes más conocidos, si bien ha perdido en gran medida su vigencia. Desde los años ochenta se ha constatado un incremento de la presencia invernal.  

- Por San Juan las cigüeñas a volar.

- Silencio ranas, que la cigüeña está en el charco.

- Es blanca como la nieve, es negra como el carbón, las patas como una vela, el cuello como una hoz.

- En alto vive, en alto vuela, en alto toca la castañuela.

  ¿Cuál es el significado de la palabra “crotorar”?

Dicho de una cigüeña: Producir el ruido peculiar de su pico (diccionario de la RAE). Popularmente: "machacar el ajo".

   ¿De qué color es el pico de los ejemplares adultos?

Los adultos tienen el pico y las patas de color rojo.

 

 

Lecturas: Campo de Amapolas. Frank Baum.

Lecturas: Campo de Amapolas. Frank Baum.

 Campo de Amapolas (Papaver roheas).

  

"Caminaban escuchando el canto de los pájaros multicolores y mirando las bonitas flores que ahora parecían una alfombra, tan apretadas estaban. Había grandes pétalos amarillos, blancos, azules y púrpura, además de largas extensiones de amapolas escarlata, tan brillantes que casi cegaban a Dorothy.

—¿No son hermosas? —preguntó la niña, mientras aspiraba el potente aroma de las flores.

—Supongo que sí —respondió el Espantapájaros—. Cuando tenga cerebro quizá me gusten más.

—Si yo tuviera corazón, las amaría —agregó el Leñador de Hojalata.

—A mí siempre me gustaron las flores —dijo el León—; parecen frágiles y desvalidas. Pero en el bosque no hay ninguna tan brillante como éstas.

Ahora había más y más amapolas escarlata y menos y menos de las otras flores; y pronto se encontraron en medio de un enorme campo de amapolas. Y es bien sabido que cuando hay muchas de esas flores juntas su olor es tan poderoso que quien lo huele se duerme, y si no llevan al durmiente fuera del alcance del olor, continúa durmiendo para siempre. Pero Dorothy no sabía eso, ni podía salir del campo de brillantes flores que la rodeaba por todas partes, y pronto le empezaron a pesar los párpados y sintió que debía sentarse a descansar y a dormir.

Pero el Leñador de Hojalata no quería que hiciera eso.

—Debemos darnos prisa y llegar al camino de ladrillos amarillos antes de que oscurezca —dijo, y el Espantapájaros estuvo de acuerdo.

Siguieron entonces caminando hasta que Dorothy no pudo resistir más. Los ojos se le cerraron a pesar de todos sus esfuerzos, se olvidó de dónde estaba y cayó entre las amapolas, profundamente dormida.

—¿Qué hacemos? —preguntó el Leñador de Hojalata.

—Si la dejamos aquí, morirá —dijo el León—. El aroma de las flores nos está matando a todos. Yo apenas consigo mantener abiertos los ojos, y el perro ya se ha dormido".

El Mago de Oz. Frank Baum.

 

Para trabajar el texto:

 ¿Cuáles son los personajes principales que aparecen en el texto?

Dorothy, el Espantapájaros, el Leñador de Hojalata, el León.

 ¿Qué especies de amapolas conoces?

Hay numerosas especies de amapolas (Género Papaver), la más común es Papaver roheas, planta que crece frecuentemente en campos de mieses.

 ¿Qué propiedades tiene la adormidera y qué principios activos se obtienen de ella?. 

La adormidera (Papaver somniferum) es una especie de amapola de origen discutido, cultivada y naturalizada en casi todo el mundo. Los frutos de la adormidera producen un látex que constituye la materia prima del opio. Es muy rico en alcaloides, especialmente morfina, así llamado en alusión a Morfeo, el dios griego de los sueños. En Grecia la flor de la adormidera era atributo tanto de Hypnos como de Tanatos. Ovidio describe el Reino del Sueño como un "antro escondido delante del cual apunta un pujante campo de amapolas".

A diferencia de la adormidera, la amapola (Papaver rhoeas) es solo levemente tóxica, usándose las semillas y los pétalos con fines culinarios.


Los pingüinos de Madagascar

Los pingüinos de Madagascar

 Ilustración del Aye-aye. Museo de Historia Natural. London.

 

 En su conocido libro El pulgar del Panda Stephen Jay Gould incluye un artículo titulado Homenaje biológico a Mickey Mouse, en el que muestra las oportunidades que, en ocasiones, ofrecen los dibujos animados para la interpretación biológica.

 También para la simple educación ambiental. Pongamos como ejemplo el conocido serial Los pingüinos de Madagascar, que sigue -aunque no siempre- las aventuras de la película Madagascar. Entre sus personajes se encuentran pingüinos, prosimios (lémures) e incluso una nutria amante de la guitarra española, que desarrollan su actividad en el Zoológico de Central Park de Nueva York.

 Todo indica que los cuatro protagonistas pingüinos (Skipper, Kowalski, Rico y Private) son Pingunos Barbijos (Pygoscelis antarcticus) naturales de la Antártida y de islas próximas a la península antártica, como las Orcadas del Sur. Su nombre viene de la delgada franja negra en la parte baja de la cabeza que lo hace parecer el barbijo o barbiquejo de un casco negro, haciéndolo uno de los pingüinos más fácilmente identificables. Esta adscripción específica se apoya en un episodio en que Skipper habla de dos personajes, Manfredi y Johnson, que se enamoran de un par de hermanas pingüino de dicha especie (chinstrap en inglés), aunque la anécdota aparece solamente en la serie en inglés. El pingüino barbijo es además una de las especies que realmente existen en el zoológico de Central Park. Por lo tanto, los Pingüinos de Madagascar no son de Madagascar, isla donde por otra parte no hay pingüinos.

 Julian, el rey de los lémures, es un Lémur de Cola anillada (Lemur catta), única especie del género y, como los otros lémures, de distribución limitada a Madagascar. Se trata de un animal muy sociable, que vive y se desplaza en grupos por su área de campeo. Realiza marcas olorosas en la totalidad del territorio, comunicándose con sus semejantes a través de un nutrido repertorio vocal acompañado de expresiones corporales. Es el más terrestre de los lémures, adoptando a veces la postura bípeda; y de comportamiento diurno, a diferencia de la mayoría de los lémures.

 Aunque está clasificado como especie Casi Amenazada en la Lista Roja de la UICN, debido sobre todo a la destrucción de su hábitat, se reproduce fácilmente en cautividad y es el lémur con mayor población en zoológicos a nivel mundial.

 Maurice, el consejero del Rey Julian y su mejor amigo, es un Aye-aye (Daubentonia madagascariensis). La apariencia y costumbres de este lémur nocturno, rápido y gran saltador, puede haber sido la causa del origen de la palabra “lémur” que en latín significa “espíritu nocturno”. Es un animal en peligro de extinción con un decrecimiento alarmante de su población.

 Mort, es un Lémur ratón de Goodman (Microcebus lehilahytsara), especie poco mayor que un ratón descubierta por el zoólogo Steve Goodman en el año 2005. Con posterioridad se han descubierto nuevas especies de lémures, como el Lémur ratón de Gerp. Existen un centenar de especies de lémures en Madagascar.

 Marlene, por último, es una nutria asiática (Aonyx cinerea) amiga de los pingüinos, que fue trasladada al zoológico de Central Park desde un acuario de California.

 La isla de Madagascar cuenta con una inmensa riqueza natural (una verdadera "isla del tesoro"): el 70% de las especies que allí habitan son endémicas, constituyendo uno de los puntos calientes de biodiversidad (hotspot) del planeta.

 

Lecturas: JRJ y los gorriones.

Lecturas: JRJ y los gorriones.

 

 Capítulo LXIII.

 

"¡Los gorriones! Bajo las redondas nubes, que, a veces, llueven unas gotas finas, ¡cómo entran y salen en la enredadera, cómo chillan, cómo se cogen de los picos! Este cae sobre una rama, se va y la deja temblando; el otro se bebe un poquito de cielo en un charquillo del brocal del pozo; aquel ha saltado al tejadillo del alpende, lleno de flores casi secas, que el día pardo aviva.

¡Benditos pájaros, sin fiesta fija! Con la libre monotonía de lo nativo, de lo verdadero, nada, a no ser una dicha vaga, les dicen a ellos las campanas. Contentos, sin fatales obligaciones, sin esos olimpos ni esos avernos que extasían o que amedrentan a los pobres hombres esclavos, sin más moral que la suya ni más Dios que lo azul, son mis hermanos, mis dulces hermanos.

Viajan sin dinero y sin maletas: mudan de casa cuando se les antoja; presumen un arroyo, presienten una fronda, y sólo tienen que abrir sus alas para conseguir la felicidad; no saben de lunes ni de sábados; se bañan en todas partes, a cada momento; aman el amor sin nombre, la amada universal. Y cuando las gentes ¡las pobres gentes!, se van a misa los domingos, cerrando las puertas, ellos, en un alegre ejemplo de amor sin rito, se vienen de pronto, con su algarabía fresca y jovial, al jardín de las casas cerradas, en las que algún poeta, que ya conocen bien, y algún burrillo tierno —¿te juntas conmigo?— los contemplan fraternales."

Platero y Yo. Juan Ramón Jiménez.  

 

Preguntas para trabajar el texto:

  • ¿Son diferentes el macho y la hembra de gorrión común? y ¿en otros gorriones, como el gorrión molinero?. Busca más ejemplos de dimorfismo sexual en aves.
  • El gorrión común ha desaparecido casi por completo de algunas ciudades como Londres o Praga. ¿A qué crees que se debe?.
  • ¿En qué aspectos se revela la simpatía y complicidad que el poeta siente con relación a estos pajarillos?.

 

Lecturas. El Hombre que plantaba árboles. Jean Giono.

Lecturas. El Hombre que plantaba árboles. Jean Giono.

 

El Hombre que plantaba árboles. 1953.

 

Para que el carácter de un ser humano excepcional muestre sus verdaderas cualidades, es necesario contar con la buena fortuna de poder observar sus acciones a lo largo de los años. Si sus acciones están desprovistas de todo egoísmo, si el ideal que las dirige es de una generosidad sin parangón, si sus acciones son tales que no buscan en absoluto ninguna recompensa más que aquella de dejar sus resultados visibles; sin riesgo de cometer ningún error, estamos entonces frente a un personaje inolvidable.

Hace aproximadamente cuarenta años, yo realizaba una larga travesía a pie por las zonas altas, absolutamente desconocidas para los turistas, de la vieja región de los Alpes que penetra hasta La Provenza.

Esta región está delimitada al sureste por el curso medio del Durance, entre Sisteron y Marabeau; al norte por el curso superior del Drome, después de su nacimiento; al oeste, por las planicies de Comtant Venaissin. Al pie de monte de Mont-Ventoux. Comprende toda la parte norte del Departamento de Bases - Alpes, el sur del Drome y un pequeño enclave de Vaucluse.

Al iniciar el viaje, entre los 1.200 y 1.300 metros de altitud, el paisaje era casi desértico; eran tierras tomadas por la monotonía. Lo único que podía crecer ahí eran lavandas silvestres.

Atravesé el país por su parte más ancha y, después de tres días de camino, me encontré en medio de una desolación sin igual. Acampaba al lado del esqueleto de un pueblo abandonado. Ya no tenía agua. La que me quedaba del día anterior la había utilizado durante la víspera y necesitaba encontrar más. No pude encontrarla. Las casas, de lo que alguna vez había sido un poblado, estaban aglomeradas alrededor de unas ruinas apiladas, lo que me hizo pensar que en algún tiempo ahí debió haber habido una fuente o un pozo. Y así era; había un pozo, pero seco. El arreglo de las cinco o seis casitas de piedra con techos volados y lavados por el viento, y la pequeña capilla daban la apariencia de un pueblo habitado. Sin embargo, cualquier resquicio de vida había desaparecido.

Era un hermoso día de junio, pleno de sol, pero en estas tierras sin abrigo el viento soplaba con una brutalidad insoportable. La fuerza con la que el viento golpeaba las carcasas de las casas era tan violenta como el de una bestia salvaje que es interrumpida durante su comida.

Era necesario mover mi campamento. Al cabo de cinco horas de marcha, no había encontrado agua, ni ningún otro indicio que pudiera darme la esperanza de encontrarla. Por todas partes reinaba la misma aridez, las mismas hierbas leñosas. Me pareció percibir a lo lejos una pequeña silueta negra, de pie. La tomé por la sombra de un tronco solitario. Por si acaso, me dirigí hacia ella. Era un pastor. Una treintena de corderos yacían sobre la tierra ardiente reposando cerca de él. Me dio de beber agua de su botella y un poco más tarde me condujo hasta su casita que se encontraba en una ondulación de la llanura. Obtenía su agua -excelente, por cierto- de un pozo natural muy profundo, en el que él mismo había instalado una polea muy rudimentaria.

Este hombre hablaba poco. Esta es una práctica común entre aquellos que viven solos. Sin embargo, era un hombre seguro de sí mismo, confiado en sus convicciones. Me parecía insólita su presencia en estos lugares tan desprovistos de todo. No vivía en una cabañita, sino en una verdadera casa de piedra donde saltaba a la vista claramente que él mismo había restaurado las ruinas con las que se encontró a su llegada. El techo era sólido y estaba bien sujeto. El viento que golpeaba las tejas del techo producía un ruido similar al del mar cuando golpea en las playas.

Sus muebles y pertenencias estaban en orden, su vajilla estaba limpia, el piso estaba pulcramente barrido, su rifle estaba engrasado; la sopa hervía en el fuego. Fue entonces cuando me di cuenta de que también estaba recién afeitado, que todos sus botones estaban sólidamente cosidos y que su ropa estaba cuidadosamente remendada, hasta tal punto, que los remiendos eran casi invisibles.

Compartió su sopa conmigo y después de cenar yo le ofrecí tabaco de mi saquito. Me comentó que ya no fumaba. Su perro era tan silencioso como él, amigable pero no servil.

Rápidamente entendí que pasaría la noche ahí, el poblado más cercano se encontraba todavía a más de un día y medio de marcha. Más aún, ya había tenido la oportunidad de conocer el raro carácter de los habitantes de esta región que, por cierto, no era en absoluto recomendable. En las laderas de estas montañas, entre pequeños bosquetes de robles albares, hay cuatro o cinco poblados dispersos, lejos los unos de los otros. Estos poblados están habitados por leñadores que hacen carbón con la madera. Son lugares donde se vive mal; en las garras de la desesperación. Las familias viven unas en contra de las otras, en un clima hostil, de rudeza excesiva, tanto en el verano o en el invierno. Una ambición irracional permanece desataba en un afán continuo por escapar de este ambiente.

Los hombres llevaban el carbón al pueblo en sus camiones y, después, regresaban. Las más sólidas cualidades se quiebran bajo el yugo de sus trabajos. Las mujeres acumulaban rencores. Había competencia en todo, desde la venta del carbón hasta los bancos de la iglesia; en las virtudes opuestas y los vicios opuestos, así como en la amalgama de vicios y virtudes. Se daban epidemias de suicidios y numerosos casos de locura, casi siempre homicida.

El pastor, que no fumaba, saco un pequeño saco y vació su contenido sobre la mesa, formando una pila de bellotas. Se puso a examinarlas una por una, poniendo muchísima atención, separando las buenas de las malas. Yo, que  fumaba mi pipa, le ofrecí ayuda. Él me respondió que era cosa suya. En efecto, viendo la devoción y cuidado que ponía en su trabajo, decidí no insistir más. Esa fue toda nuestra conversación durante aquella noche. Cuando hubo terminado de separar todas las bellotas que estaban en buen estado, entonces las contó y las puso en montoncitos de diez. De esta manera iba haciendo una selección, eliminando aquellas bellotas que eran muy pequeñas o aquellas que estaban agrietadas. Tras reunir cien bellotas perfectas detuvo su tarea, y entonces nos retiramos a dormir.

La compañía de éste hombre me daba paz. Al día siguiente, le pedí permiso para quedarme un día más en su casa a descansar. Él lo encontró perfectamente natural. La verdad es que me daba la impresión de que nada podría distraerlo. Tomarme este descanso no era absolutamente necesario, pero yo estaba intrigado, quería saber más acerca de este hombre. Antes de salir, sumergió en una cubeta con agua el pequeño saco donde había puesto las bellotas seleccionadas y contadas previamente con tanto cuidado.

Me di cuenta de que a modo de cayado, empuñaba una vara de hierro tan grueso como un dedo pulgar, de un metro cincuenta de largo. Fingí pasear a mi aire para, en realidad, seguir un camino paralelo al suyo. El pasto se encontraba en el fondo de un pequeño valle. El dejó el rebaño al cuidado del perro y subió hacia donde yo me encontraba. Temía que hubiera venido a reprocharme mi indiscreción, pero no fue así en absoluto. Seguía su camino y me invitó a acompañarlo si no tenía nada mejor que hacer. Continuamos unos doscientos metros más hacia arriba, hacia lo alto de la loma.

Cuando llegamos al lugar que el quería, comenzó a enterrar su vara de hierro en la tierra. Hacía un pequeño agujero en el que el ponía una de las bellotas, que posteriormente cubriría de tierra nuevamente. Plantaba robles. Entonces le pregunte si la tierra le pertenecía. Él me respondió que no. ¿Sabía de quién era? No lo sabía. Suponía que se trataba de una tierra comunal, o quizás podía ser que se tratara de tierras a cuyos propietarios no les interesara. No tenía el menor interés en conocer a los propietarios. Plantó las cien bellotas con sumo cuidado.

Tras la comida del medio día, reanudó la selección de semillas. Creo que puse demasiada insistencia en mis preguntas, pero él las respondió una a una. Llevaba tres años plantando árboles en aquel erial. Había plantado ya cien mil. De estos cien mil, veinte mil habían germinado. De estos veinte mil, él consideraba que todavía se perderían la mitad, por causa de los roedores o por cualquier otro designio de la Providencia imposible de predecir. Quedarían entonces diez mil robles que podrían crecer en este lugar donde antes no había sobrevivido nada.

Fue en este momento en el que comencé a preguntarme sobre la edad de este hombre. Era evidente que se trataba de un hombre de más de cincuenta años. Cincuenta y cinco, me dijo. Se llamaba Elzéard Bouffier. Había sido propietario de una granja en la llanura, donde había vivido la mayor parte de su vida. Había perdido a su único hijo y después a su mujer. Se había retirado a la soledad y se deleitaba viviendo sin prisas con su rebaño de corderos y su perro. Consideraba que este país se estaba muriendo por falta de árboles. Añadió entonces que no teniendo nada más importante que hacer había tomado la resolución de poner remedio a este estado de cosas.

Viviendo yo mismo en ese momento una vida solitaria, y a pesar de mi juventud, sabía cómo acercarme con delicadeza a aquellas almas solitarias. Aún así, cometí un error. Fue precisamente mi juventud la que me llevó a imaginar el porvenir en mis propios términos, y en cierta medida también un anhelo en la búsqueda por felicidad. Le comenté que dentro de treinta años estos cien mil robles serían majestuosos. Me respondió con toda sencillez que, si Dios le concedía bastante vida, en treinta años él habría plantado otros tantos y que estos diez mil serían tan sólo como una gota en el mar.

De hecho, había comenzado también a estudiar la propagación de las hayas. Cerca de su casa había instalado un pequeño vivero donde crecían los arbolitos. Los plantones, que había protegido de sus corderos con una pequeña cerca, eran muy hermosos. Además, estaba considerando plantar también algunos abedules que serían muy adecuados para las partes bajas de los valles, donde –aclaró- existe humedad a unos pocos metros bajo la superficie del suelo.

Al año siguiente la guerra del catorce había comenzado. Yo estuve movilizado durante cinco años. Un soldado de infantería apenas podía pensar en árboles. A decir verdad, todo este asunto no me había marcado tanto. Personalmente lo consideré entonces como un pasatiempo pueril, algo así como coleccionar sellos y lo olvidé.

Al terminar la guerra me encontré con una pequeña prima por desmovilización y con un gran deseo de respirar aire puro. Sin otro propósito que este, retomé el camino hacia aquellas tierras desérticas.

La región no había cambiado. Sin embargo, más allá de ese poblado abandonado percibí a la distancia una especie de neblina grisácea que cubría las lomas como un tapiz. A partir de ese instante comencé a pensar de nuevo en el pastor que plantaba árboles. “Diez mil robles, me dije: han de ocupar un gran espacio”.

Había visto morir a mucha gente durante esos cinco años de guerra, pero no me podía imaginar de ninguna manera la muerte de Elzéard Bouffier, a pesar de que un hombre de veinte años piense que uno de cincuenta es ya tan viejo que no le resta más que morir. Pero no estaba muerto, incluso estaba rejuvenecido. Y había cambiado la materia de su interés. Ahora solo tenía cuatro corderos, pero tenía un centenar de colmenas. Se había desecho de los corderos porque amenazaban los retoños de los árboles. Me comentó entonces que la guerra no le había distraído en absoluto, como yo mismo me pude dar cuenta. El había seguido plantando árboles imperturbablemente.

Los robles de 1910 ahora tenían 10 años y eran más altos que yo y que él mismo. El espectáculo era impresionante. Yo me quede literalmente sin palabras. Pasamos todo el día caminando por su bosque, en silencio. Estaba divido en tres partes, el largo total era de once kilómetros, y en su punto más ancho la sección era de tres kilómetros. Cuando caí en la cuenta de que todo esto había florecido de las manos y del alma de este único hombre solo, sin ningún avance técnico en su herramienta, comprendí que los hombres pueden llegar a ser tan eficaces como Dios en otros dominios, además del de la destrucción.

Había perseguido su ideal, prueba fehaciente de ello era que las hayas alcanzaban ya mis hombros y se habían extendido tan lejos como la vista podía alcanzar. Los robles eran ahora robustos y frondosos, habían ya pasado la edad en la que estaban a merced de los roedores y, en cuanto a los designios de la Providencia, si deseaba destruir la obra creada, se necesitaría de un ciclón. Me mostró sus admirables parcelas de abedules que databan de cinco años atrás, es decir de 1915, cuando yo combatía en Verdún. Él los había plantado en las partes bajas del valle, donde había sospechado, con justa razón, que había humedad a flor de tierra. Eran tan tiernos como jóvenes adolescentes, y muy firmes.

La creación estaba en el aire. Por doquier se percibía tal y como si una sucesión en cadena hubiera tomando su propio camino. Él no se preocupaba, se ocupaba. Perseguía obstinadamente su objetivo. Era tan simple como eso. Al descender por el poblado, pude ver agua correr en los arroyos que en la memoria de los hombres, habían estado siempre secos. En efecto, era una extraordinaria reacción en cadena la que este hombre me había dado la oportunidad de presenciar. Estos arroyos secos que en tiempos muy antiguos habían llevado agua, habían vuelto a florecer. Algunos de estos tristes poblados, que he citado al comienzo de mi relato, estaban construidos sobre edificios de antiguas ciudades galorromanas, donde aún quedaban algunos trazos de estas antiguas culturas. Ahí, los arqueólogos al excavar habían encontrado anzuelos de pesca, en lugares donde en el siglo XX hacían falta cisternas para tener un poco de agua.

El viento dispersaba también muchas semillas. De este modo, al mismo tiempo que el agua reapareció, reaparecieron los sauces, las enredaderas, los prados, los jardines, las flores y las positivas razones para vivir.

Realmente la transformación había tenido lugar de manera tan paulatina que había penetrado y se había instalado en la costumbre sin provocar ningún sobresalto o sorpresa. Los cazadores que subían a la soledad de las montañas para perseguir liebres o jabalíes habían constatado también la presencia de pequeños árboles. Sin embargo, atribuían los cambios a los procesos naturales de la tierra. Esta era la razón por la que nadie había tocado su obra, porque nadie en absoluto había llegado a estar en contacto con este hombre. Era insólito. ¿Quién podía imaginar que en estos poblados existiera alguien con tal obstinación y poseedor de una generosidad tan extrema?.

A partir de 1920, no dejé pasar más de un año sin ir a visitar a Elzéard Bouffier. Jamás lo vi flaquear, ni dudar. A pesar de que sólo Dios sabe los sin sabores que hubo de superar. Para obtener el éxito en su empresa fue necesario sobreponerse a muchas adversidades y luchar contra la desesperación. Baste decir que durante un año había logrado plantar diez mil arces y todos murieron. Al siguiente año de este suceso, decidió abandonar los arces y volver a plantar hayas. Estas lograron crecer sanas y con mayor esplendor que los robles.

Para tener una idea más precisa del carácter excepcional de su carácter, no hace falta más que recordar que vivía en una soledad total, sí total, a tal punto que hacía el final de su vida había perdido la costumbre de hablar, o bien, ya no veía en absoluto la necesidad de hacerlo.

En 1933 recibió la visita de un guardia forestal atolondrado. El funcionario le advirtió de no provocar fuegos a la intemperie, ya que podría a poner en riesgo el bosque "natural". Era la primera vez, le dijo ese hombre con ingenuidad pueril, que había visto crecer un bosque por sí solo, de manera espontánea. En aquel momento él estaba pensando en plantar hayas en un claro a doce kilómetros de su casa. Para evitar idas y venidas, -ya que para aquel entonces contaba ya con setenta y cinco años de edad-, pensaba construir una cabaña de piedra junto a las plantaciones, cosa que hizo al año siguiente.

En 1935, toda una delegación administrativa vino a examinar "el bosque natural". Había con él un personaje importante del Ministerio de Aguas y Bosques, un diputado y técnicos. Se pronunciaron muchas palabras inútiles. Se decidieron hacer algunas cosas y, afortunadamente, no se hizo nada; excepto por una medida verdaderamente útil: se puso al bosque bajo la salvaguarda del Estado, y se prohibió la corta de leña para hacer carbón. Evidentemente era imposible no ser subyugado ante la belleza de estos jóvenes árboles plenos de salud. Este bosque ejercía sus poderes de seducción incluso sobre el mismísimo diputado.

Yo tenía un amigo entre los directores del departamento forestal que estaban en la delegación. Le explique lo que para él era un misterio. Un día de la siguiente semana, fuimos los dos juntos a buscar a Elzéard Bouffier. Lo encontramos en pleno trabajo, a unos veinte kilómetros del sitio donde se había realizado la inspección anterior.

Este capataz forestal no era mi amigo porque sí. Conocía el verdadero valor de la cosas y  supo permanecer en silencio. Le ofrecí algunos huevos que había traído conmigo como regalo; dividimos nuestros alimentos en tres y pasamos algunas horas sin decir ninguna palabra, en la contemplación del paisaje.

La ladera donde nos encontrábamos estaba cubierta por árboles de seis a siete metros de alto. Yo recordé el aspecto del sitio en 1913: un desierto... El trabajo sosegado y regular, el aire vivificante de las alturas, la frugalidad, y sobre todo, la serenidad de su alma le habían dado a este hombre una salud casi solemne. Era un atleta de Dios. Me preguntaba cuántas hectáreas más cubriría de árboles.

Antes de partir, mi amigo hizo una simple sugerencia concerniente a algunas especies de árboles para las que el terreno parecía especialmente adecuado. Pero no insistió más. Por una muy buena razón que me aclaro después: “Este buen hombre sabe mucho más que yo”. Al cabo de una hora más de camino, después de darle vueltas al asunto agregó: "Él sabe mucho más que todo el mundo. Ha encontrado una forma perfecta de ser feliz”.

Gracias a este capataz forestal no solo fue protegido el bosque, sino también la felicidad de este hombre. Hizo nombrar a tres guardias forestales para la protección del territorio y los previno con la seria advertencia de que permanecieran indiferentes a todas las botellas de vino que los leñadores pudieran ofrecerles como soborno.

La obra no estuvo en riesgo grave, salvo en la guerra de 1939; cuando los automóviles funcionaban con gasógeno y siempre faltaba madera. Comenzaron a talar algunos de los robles de las parcelas de 1910. Por suerte, estos bosques están tan lejos de cualquier carretera o camino que no resultó rentable seguir extrayendo la madera y la compañía decidió pronto abandonar ese proyecto. El pastor no vio nada. Se encontraba a treinta kilómetros del lugar, y continuaba apaciblemente con su labor, tan imperturbable por la guerra del 39 como lo había estado por la guerra de 14.

Vi por última vez a Elzéard Bouffier en 1945. Tenía entonces ochenta y siete años. Reemprendí la ruta del desierto, pero en esta ocasión, pese a los estragos de la guerra, había un autobús que cubría el trayecto entre el Valle del Durance y la montaña. Atribuí a la relativa velocidad de este medio de transporte el hecho de no reconocer los lugares de mis antiguas caminatas. Me pareció también que el trayecto me hacía pasar por lugares nuevos. Me vi obligado a preguntar el nombre del poblado, para estar bien seguro de que esta era la región que en otros tiempos había visto en ruinas y desolación. Me apeé del autobús en Vergons.

En 1913 en esta pequeña aldea había diez o doce casas con tres habitantes. Estas gentes eran salvajes, detestándose los unos a los otros, siempre en eterno conflicto y pillaje. Física y moralmente parecían hombres prehistóricos. Su condición era de total desesperanza. No les restaba más que aguardar la muerte. Una condición que claramente no predisponía a cultivar ninguna virtud.

Todo había cambiado. Incluso el aire mismo. En lugar de los vendavales secos y brutales que me acogieron las primeras veces, ahora soplaba suavemente una brisa de dulce olor. De las montañas llegaba un rumor como de agua que cae de las alturas: era el efecto del viento en los bosques. Lo más asombroso de todo fue escuchar el ruido del agua que discurría hacía un estanque. Vi que habían construido una fuente, y que había abundante agua en ella. Sin embargo, lo que más me admiró es que junto a esta fuente habían plantado un tilo que debía tener ya unos cuatro años. Era un símbolo de la incontestable resurrección.

Más aún, Vergons mostraba ya signos de trabajos, de aquellos que tienen por condición necesaria la presencia de la esperanza. La esperanza había retornado. Habían limpiado las ruinas, habían tirado las paredes rotas, y habían reconstruido las cinco casas. El poblado contaba ahora con veintiocho habitantes que incluía a cuatro parejas jóvenes. Las casas nuevas, recién remozadas, estaban rodeadas por jardines, hortalizas y verduras entremezcladas con malezas alineadas. Había legumbres y flores, coles y rosales, puerros y bocas de dragón, apios y anémonas. Era ahora un lugar donde cualquiera estaría encantado de vivir.

A partir de allí seguí mi camino a pie. La guerra de la que apenas estábamos saliendo no nos permitía más que reincorporarnos pausadamente a la vida. Sin embargo, Lázaro ya estaba fuera del sepulcro. En las faldas de las montañas divisé pequeños campos verdes de cebada y de centeno en cierne. Al fondo de los estrechos valles, los prados reverdecían.

Han bastado ocho años desde entonces para que todo el país rebose vitalidad y prosperidad. En el lugar donde en 1913 vi ruinas, hoy se alzan granjas prósperas, que proporcionaban una vida feliz y confortable. Los viejos manantiales eran alimentados por agua de lluvia y nieve que ahora podía ser alojada y retenida por los bosques; el agua volvía a correr recuperando su ciclo natural. Bordeando a cada granja había arboledas de pinos y arces. Los manantiales de agua rebosaban sobre tapices de mentas frescas. Los poblados estaban siendo reconstruidos poco a poco. Gente venida de la llanura donde la tierra era muy cara llegaron a establecerse, aportando juventud, actividad y espíritu de aventura. Ahora se encuentran por los caminos hombres y mujeres bien alimentados, jóvenes y muchachas que saben reír, y que han retomado el gusto por las fiestas campestres. Contando a los recién llegados, tenemos a más de diez mil personas que le deben su felicidad a Elzéard Bouffier.

Cuando reflexiono que un solo hombre, reducido a sus simples recursos físicos y morales, fue suficiente para hacer surgir de un desierto esta tierra de Canaán, me doy cuenta que a pesar de todo, la condición humana es admirable. Cuando hago un recuento de lo que puede crear la constancia, la generosidad y la grandeza de un alma resuelta a lograr su objetivo, soy presa de un inmenso respeto por aquel viejo campesino sin cultura que a su manera supo cómo materializar una obra digna de Dios.


Elzéaard Bouffier murió apaciblemente en 1947, en el asilo de Banon.

 

Cuestiones a trabajar sobre este relato de ficción:

  • ¿Donde se encuentra La Provenza?
  • ¿Cómo cambió no sólo el paisaje sino también la vida de las personas tras la obra de Elzéard Bouffier?.
  • Identificar los árboles que se mencionan en el cuento:

            Chênes blancs: robles albares.

            Chênes: robles.

            Hêtres: hayas.

            Bouleaux: abedules.

            Saule: arce.

            Erable: arce.

            Tilleul: tilo.

  • Comentar el texto: “El pastor no vio nada. Se encontraba a treinta kilómetros del lugar y continuaba apaciblemente con su labor, tan imperturbable por la guerra del 39 como lo había estado por la guerra del 14”.

 

Lecturas. El Lobo. Cuento de Hermann Hesse.

Lecturas. El Lobo. Cuento de Hermann Hesse.

 

El Lobo. 1932


Nunca en las montañas francesas había habido un invierno tan terriblemente largo y frío. Desde hacía semanas, el aire era claro y helado. De día, los grandes glaciares inclinados se extendían infinitos y de un blanco mate bajo el cielo de un color azul muy vivo; de noche, la luna, clara y pequeña, pasaba por encima de ellos; una luna gélida, de un brillo amarillento, cuya luz intensa adquiría tonos azules y broncos en la nieve, y parecía la personificación misma de la helada. Los hombres evitaban todos los caminos, y especialmente las cumbres; ateridos y maldicientes, permanecían en las cabañas de sus aldeas, cuyas ventanas, enrojecidas, brillaban y se extinguían pronto, por la noche, de un modo turbio y humoso, junto a la luz azulada de la luna.

Eran tiempos difíciles para los animales de la región. Los más pequeños perecían helados en gran cantidad; también los pájaros sucumbían a la helada, y los flacos cadáveres servían de botín a los azores y a los lobos. Pero también éstos pasaban tremendas penalidades a causa del frío y el hambre. Sólo unas pocas familias de lobos habitaban el lugar, y la necesidad los empujó a estrechar los vínculos. Se pasaron días andando solos. Aquí y allá, uno de ellos avanzaba por la nieve, flaco, hambriento y al acecho, silencioso y esquivo como un fantasma. Su delgada sombra se deslizaba junto a él por la nevada superficie. Tendía al viento, husmeando, su hocico puntiagudo, y dejaba oír de vez en cuando un aullido seco y atormentado. Pero por la noche se juntaban todos y rodeaban las aldeas con roncos aullidos. En ellas, el ganado y las aves de corral estaban a buen recaudo, y, tras los sólidos postigos, había carabinas apoyadas en la pared. Pocas veces obtenían un pequeño botín, por ejemplo, un perro, y habían sido ya abatidos dos miembros de la manada.

El frío persistía. A menudo, los lobos yacían juntos, silenciosos y ensimismados, dándose calor unos a otros, y acechaban ansiosos el yermo sin vida, hasta que uno, atormentado por los crueles martirios del hambre, saltaba de pronto con tremendos aullidos. Los demás volvían entonces sus hocicos hacia él y estallaban todos juntos en un alarido terrible, amenazador y plañidero.

Finalmente, la parte más pequeña de la manada se decidió a emigrar. De madrugada, abandonaron sus guaridas, se reunieron y, llenos de miedo y excitación, husmearon el aire helado. Luego partieron con un trote rápido y regular. Los que se quedaban los siguieron con unos ojos muy abiertos y vidriosos, trotaron tras ellos algunas decenas de pasos, se detuvieron indecisos y desconcertados, y regresaron lentamente a las guaridas vacías.

Los emigrantes se separaron al llegar el mediodía. Tres de ellos se dirigieron al Este, hacia el Jura suizo, y los demás continuaron hacia el Sur. Los tres primeros eran unos animales hermosos y fuertes, pero terriblemente enflaquecidos. El vientre estrecho y de color claro era delgado como una correa; las costillas sobresalían de un modo lamentable; las fauces estaban secas, y los ojos, abiertos y desesperados. Los tres penetraron juntos en el Jura, y al segundo día cobraron un carnero; al tercer día, un perro y un potro; pero se vieron acosados furiosamente por todas partes por la población campesina. En la comarca, abundante en pueblecitos y pequeñas ciudades, cundió el pánico ante aquellos intrusos inesperados. Los trineos del correo fueron armados, y nadie podía ir de un pueblo a otro sin fusil. En la región desconocida, después de un botín tan bueno, los tres animales se sentían a la vez cómodos y amedrentados; se volvieron más temerarios que nunca y penetraron en pleno día en el establo de una hacienda. Bramidos de vacas, de caballos y jadeos anhelantes llenaron el espacio cálido y angosto. Pero esta vez hubo gente que intervino. Se puso precio a los lobos y esto redobló el valor de los campesinos. Dos de ellos sucumbieron; uno con el cuello atravesado por una bala de un fusil; el otro, abatido a hachazos. El tercero escapó y corrió hasta caer medio muerto en la nieve. Era el más joven y hermoso de los lobos, una bestia orgullosa, de enorme fuerza y formas esbeltas. Permaneció largo tiempo jadeante en el suelo. Círculos de un rojo sangriento flotaban en remolino ante sus ojos, y de vez en cuando lanzaba un doloroso gemido sibilante. Un hachazo le había alcanzado el lomo. Pero se recuperó y pudo volver a levantarse. Sólo entonces se dio cuenta de lo mucho que se había alejado. No se veían seres humanos ni edificios por parte alguna.

Muy cerca se alzaba una gran montaña cubierta de nieve. Era el Chasseral. Decidió rodearla. Como le atormentaba la sed arrancó pequeños bocados de la dura costra helada de la nevada superficie.

Al otro lado de la montaña se encontró en seguida con una aldea. Caía la noche. Esperó en un espeso bosque de abetos. Después se deslizó con precaución alrededor de los vallados, siguiendo el olor a establos calientes.

No había nadie en la calle. Con temor y codicia, anduvo parpadeando por entre las casas. Sonó un disparo. Levantaba la cabeza y tomaba impulso para echar a correr, cuando estalló un segundo disparo. Le había alcanzado. Su vientre blanquecino aparecía manchado de sangre en uno de los flancos, y la sangre caía en gruesas gotas persistentes. No obstante, consiguió escapar a grandes saltos y alcanzar el bosque del otro lado de la montaña. Allí esperó unos instantes al acecho y oyó voces levantó los ojos hacia la montaña. Era escarpada, boscosa y de difícil ascenso. Pero no había otra alternativa. Jadeante, abajo, una confusión de blasfemias, órdenes y luces de linternas se extendía a lo largo de la montaña. El lobo herido se enfilaba tembloroso a través del bosque de abetos en la penumbra, mientras la sangre parduzca iba goteando lentamente de su flanco.

El frío había disminuido. Al Oeste, el cielo aparecía vaporoso y parecía anunciar una nevada.

Al fin, el agotado animal llegó a la cumbre. Estaba sobre una gran extensión nevada, ligeramente inclinada, cerca del Mont Crosin, muy por encima de la aldea de la que había escapado. No tenía hambre, pero sentía un dolor persistente y apagado que le venía de la herida. Un ladrido ronco y enfermizo salía de su hocico colgante; el corazón le palpitaba de un modo pesado y doloroso, y sentía la mano de la muerte oprimiéndole como una carga indeciblemente difícil de soportar. Le atraía un abeto de ancho ramaje, separado de los demás. Allí se sentó y dirigió una mirada turbia a la terrible noche nevada. Pasó media hora. Entonces cayó sobre la nieve una luz de un rojo tenue, suave, extraña. El lobo se incorporó con un gemido y volvió la hermosa cabeza hacia la luz. Era la luna que, gigantesca y roja como la sangre, salía por el sureste y se alzaba lentamente en el cielo turbio. Hacía muchas semanas que no había sido tan grande y roja. Los ojos del animal agonizante se clavaban tristemente en el opaco disco lunar, y nuevamente un débil aullido resonó con un estertor, sordo y doloroso, en la noche.

Se aproximaron pasos y luces. Campesinos embutidos en gruesos capotes, cazadores y jóvenes con gorros de piel y pesadas polainas, venían pisando la nieve. Sonaron gritos de júbilo. Habían descubierto el lobo moribundo; dispararon contra él dos tiros, que no dieron en el blanco. Luego vieron que se estaba muriendo, y cayeron sobre él con palos y estacas. Pero él ya no sentía nada.

Con los miembros destrozados, lo bajaron arrastrándole hasta Saint Imier. Reían, se ufanaban, se prometían unos buenos vasos de aguardiente y café, cantaban, renegaban. Ninguno de ellos veía la belleza del bosque nevado, ni el brillo de las cumbres, ni la luna roja que flotaba sobre el Chasseral y cuya luz tenue se reflejaba en los cañones de sus fusiles, en los cristales de la nieve y en los ojos vidriosos del lobo abatido.

 

Elementos a trabajar:

  • ¿Dónde vivió el autor los cuarenta últimos años de su vida?.  
  • ¿Qué es el Jura francosuizo?.
  • Localizar los accidentes geográficos Le Chasseral, Mont Crosin y Saint Imier.
  • Realizar un comentario de texto del último párrafo del cuento.

Lecturas. La caza del oso (capítulo XX de Peñas Arriba). José María Pereda.

Lecturas. La caza del oso (capítulo XX de Peñas Arriba). José María Pereda.

 

 

Virgen santa, ¡qué noche pasé!. Antes de acostarme le había dicho a mi tío que si él se encontraba bien y no me necesitaba para alguna cosa, pensaba madrugar y subir a la montaña con Chisco para estirar un poco las piernas y quemar algunos cartuchos, si había ocasión de ello.(...)

Pues en cuanto me quedé dormido, ¡qué sueños! Manadas de osos por todas partes, y osos de todos tamaños y colores; y por remate de estas visiones, una caverna tremebunda llena de ellos: tres de los más lanudos y graves, sentados en una peña del fondo; los demás, en apretada masa, ocupando todo el ámbito hasta la boca de entrada, menos un espacio muy reducido entre la primera fila de la masa y los tres animalotes de la peña. En este espacio estaba yo, que era el reo en aquella especie de juicio oral, y aún quedaba junto a la peña y casi enfrente de mí el hueco suficiente para otro oso descomunal que se entretenía en afilar las uñas en un canto gordo del suelo, mientras se pasaba la lengua por los hocicos y me miraba con ojos sanguinolentos balanceando la cabeza. Aquel oso era el verdugo de allí, que esperaba a que los jueces dieran el berrido que me condenaba a muerte, para zamparse una buena ración de mis pedazos y arrojar los restantes a la muchedumbre que ya se había comido a Chisco y a Pito Salces, con escopetas y todo. Bien empleado les estaba, por andarse en guapezas temerarias con aquellos animales que no se habían metido con nosotros.

Intentando estaba el último esfuerzo sobrehumano para hacerme entender de aquel fiero tribunal, cuando me arrancaron de las garras del sueño unas cuantas sacudidas de Chisco que acababa de entrar en mi cuarto. Pues con verme así libre de tan angustiosa pesadilla, aún hallé cierta semejanza entre mi despertar y el del reo en capilla por la llegada del verdugo para vestirle la hopa.

Amanecía ya, y, por las trazas, un día de los más esplendorosos y templados que podían concebirse en aquella estación y en aquel pueblo. Por esta puerta no había escape, y me vestí con la resolución de un héroe; pero no me eché encima el armamento sin saber antes cómo había pasado la noche mi tío, que de seguro estaba ya despierto, si no levantado, según su costumbre de madrugar tanto como el sol mientras le quedaran fuerzas bastantes para arrojar sus huesos de la cama. Me dirigí en el acto a su habitación, por las rendijas de cuya puerta se veía luz. Llamé, y en seguida oí su voz que me mandaba entrar. ¡Que Dios me perdone si en algún rinconcillo de los más obscuros y remotos de mi corazón, se ocultaba un germen siquiera de inconsciente deseo de hallar en la salud del pobre hombre algún ligero trastorno que justificara en mí una resolución terminante de no salir de casa «por entonces»! (...)

Andando ya monte arriba, me declaró Chisco, en respuesta a una insinuación mía, que no habían querido, él y Chorcos, enterar a nadie más que a mí del hallazgo del oso, porque tal como se presentaba el lance, era «cosa curriente» y a «cañón posau...» y cuantos menos bultos, más claridad. No era yo de su parecer, y creía que, cuando menos, la compañía, por ejemplo, de don Sabas, nos hubiera venido de perlas. Que no y que no, y que ellos sabían muy bien lo que se pensaban. No dije una palabra más sobre el caso.

Tampoco tenía duda para mis acompañantes que el animalote aquél debía haberse dado, durante el temporal, la gran vida en su refugio, porque harto lo parlaban el esqueleto fresco y casi mondo de una yegua, visto por Pepazos en una «rejoyá» de las cercanías de la cueva, y una becerruca extraviada de la cabaña, al ir al abrevadero desde el invernal de Escajales, que no había vuelto a aparecer. Era, por más señas, de Maquileros, un vecino del Tarumbo. De manera que se trataba de un oso cebado en carne fresca y a qué quieres, boca. ¡Excelente ocasión la de nuestra visita para afinar el apetito de su merced!

Enlazado naturalmente con esta conversación, vino el plan de ataque a la fiera en su misma guarida después de cerciorados nosotros de que estaba en ella. La cosa no podía ser más fácil, tal como la ponían los dos cazadores que conocían a palmos la cueva y sus inmediaciones. También se discurrió sobre la eventualidad de que su merced hubiera salido de paseo o en busca de provisiones al llegar nosotros a su casa, en la cual habría señales infalibles de su modo de vivir y de la mayor o menor frecuencia con que la abandonaba. Pero si había familia en el domicilio, como era también de creerse, serían muy contados los ratos que faltara de él la madre... «u el padre». De modo que resultaban posibles contra nosotros tres, en aquel desatinado empeño, dos osos, sin contar la prole, que podía ser abundante y talludita. Por supuesto que me guardaba muy bien de apuntar estas observaciones que se me iban ocurriendo a medida que hablaban los dos mozallones: tenía empeñado mi amor propio en aquella empresa, y no quería que se interpretaran mis razones de sentido común, por señales de encogimiento.

Después vinieron los consejos y las instrucciones para mí, que jamás me había visto en otra. Me parecían muy bien, sólo que todos ellos se fundaban en una misma base: la serenidad y el buen pulso. ¡Como si estas pequeñeces se llevaran, en lances tan peliagudos, en el morral de las provisiones o en el cinto de la cartuchera! Acordábame yo entonces, de algo semejante que había visto en una piececita francesa muy graciosa. Cierto mercader de pieles se presenta en una aldehuela del Pirineo con un buen acopio de ellas, adquirido en Argel: por esto, y por llevar los fardos y las maletas determinadas iniciales, y por algo que él dice sobre el clima africano y las cacerías en aquellas selvas, tómanle los sencillos aldeanos, que eran muy aficionados a la caza, por un famoso matador de leones. Déjase correr él que lo ha notado, porque le tiene cuenta la equivocación para sus fines mercantiles, y comienza el asedio de preguntas de aquellos admiradores entusiastas del perínclito francés. «Pero, vamos a ver -llegan a preguntarle-, ¿cómo puede un hombre ponerse cara a cara con un león y atreverse a soltarle un tiro?» A lo que responde muy sosegadamente el peletero: «De la manera más sencilla. ¿No se han visto ustedes alguna vez cara a cara con una liebre? Pues imagínense, en cuanto estén delante del león, que el león es una liebre... y no hay más.» «Efectivamente -replica el menos optimista de los preguntantes, rascándose la cabeza-; sólo que me parece un poco difícil hacer esas suposiciones delante del león.»

La montaña, desde que yo no andaba por ella, había cambiado mucho de aspecto: los robledales que dejé bastante bien vestidos todavía, aunque con el ropaje mustio y amarillento, se hallaban completamente desnudos, y lo mismo les pasaba a las hayas y a los arbustos de «hoja mudable». El suelo estaba «deslavado»; la yerba de las brañas, tendida y atusada como el pelo de una cabeza recién sacada del agua, y era cada hondonada un torrente. Según íbamos ganando altura, encontrábamos más a menudo grandes placas o «tresechones» de granizo congelado en las laderas sombrías, y desde los picos de Europa hasta los de Sejos, todas las cumbres que se alcanzaban a ver estaban cubiertas de nieve, en la que centelleaba el sol al herirla de frente con sus rayos (...).

Cerca, muy cerca ya del peñasco, el Canelo arrastraba materialmente a Chisco, que tiraba de él con todas sus fuerzas en sentido contrario, y ni amordazándole con una mano podía hacerle callar. La perruca faldera latía y vociferaba también, a su modo, y zarandeaba el cordel que la sujetaba a la manaza de Pito; pero temblaba mucho... aunque no tanto como yo. Era indudable que la fiera estaba en su guarida ¿Nos habría oído ya? ¿Saldría a recibimos a la puerta? Pero, a todo esto, ¿dónde estaba la puerta?

Al hacerme yo esta pregunta mentalmente, fue cuando Chisco se adelantó a Pito y a mí; y con encargo de que me colocara el último de los tres, comenzó a andar con mucha cautela y muy arrimado al peñasco, lo poco que nos faltaba de camino hasta la orilla de la quebrada. Canelo iba delante de él, loco de inquietud, olfateando en el suelo y en el aire, batiéndose los ijares con el rabo y con medio palmo de lengua fuera de la boca cuando no latía. Chorcos no estaba menos sobreexcitado que el sabueso, y seguía a Chisco pisándole casi los tarugos traseros de sus abarcas. Canelo desapareció pronto al otro lado de la peña, y Chisco, después de detenerse unos instantes a observar desde la esquina, hízonos señas de que podíamos seguirle, y desapareció también. Entonces al avanzar nosotros, fue cuando pude yo darme la respuesta a la pregunta que me había hecho poco antes: ¿dónde estaba la boca de la caverna?

¡Dios eterno, qué cúmulo de barbaridades las de aquel día! Pues la boca estaba en un tajo de la peña, casi a pico, sobre el barranco. De modo que venía a ser la cueva como la buhardilla de una casa muy alta, ¡muy alta!, a la cual buhardilla hubiera que entrar por la ventana, andando por la cornisa de la fachada correspondiente. Salvo que la cornisa de la peña tendría como cinco pies de anchura y un festón de jaramagos por afuera que velaba un poco la visión aterradora del abismo, la comparación es exactísima.

Por aquella cornisa, que corría hasta perderse en el carrascal del otro lado de la cueva, vi pasar a Chisco y a su perro, a Pito Salces detrás de su perruca faldera, y cómo iban desapareciendo, uno a uno, en el antro tenebroso los hombres y los animales, después de muy leves precauciones del mozón de Robacío.

No ofrecía grandes dificultades a mi paso aquel camino cuya longitud no excedería de quince o veinte varas; pero la consideración racionalísima de lo que íbamos a hacer después de recorrerle, sin otra retirada que el abismo en el caso muy posible de salir escapados de la cueva, si no quedábamos hechos jigote allá dentro, clavó mis pies en el suelo a los primeros pasos que di sobre él. Vi todo lo brutalmente temerario que había en nuestra empresa desatinada, y formé serio propósito de volverme atrás. Pero Chisco y Pito Salces se habían sumido ya en la caverna; y aunque temerarios y muy brutos los dos, no era honrado ni decente dejarlos sin su ayuda un hombre que acababa de prometerles ir tan allá como fuera otro.

Duraron muy pocos instantes estas vacilaciones mías; y cerrando los ojos de la inteligencia a todo razonamiento de sentido común, es decir, bajándome al nivel de aquellos dos bárbaros, avancé resuelto por la cornisa y llegué a la boca de la cueva, dentro de la cual latían desesperadamente los dos perros, y me hallé a Chisco y a su camarada disponiendo el plan de ataque. La cueva, como ya sabía yo por referencias de los dos mozos que la conocían muy bien, tenía dos senos: el primero, a la entrada, era espacioso y no muy alto de bóveda, con el suelo bastante más bajo que el umbral de la puerta, muy escabroso y en declive muy pronunciado hacia el muro del fondo, en el cual se veía la boca del otro seno o gabinete de aquel salón de recibir. Olía allí a sótano y a musgo y a perrera... y a hombres escabechados. No tenía ya duda para Chisco que era «la señora», es decir, la osa, lo que rezongaba en el fondo del antro invisible, respondiendo al latir desesperado de los perros; y la señora con su prole, porque sin este cuidado amoroso, ya hubiera salido al estrado para hacemos los honores de la casa. En este convencimiento, se trató en breves palabras, casi por señas, porque no había instante que perder, de si sería más conveniente soltar la perruca que el sabueso; y acordado lo primero, el bárbaro de Pito, sin oír otras razones, se fue hasta la boca del antro en el cual metió la cabeza al mismo tiempo que a la perruca. Ésta había desaparecido, algo vacilante e indecisa, hacia la derecha; y no sé cuál fue primero, si el desaparecer la perruca allá dentro, o el oírse dos chillidos angustiosos y un bramido tremebundo, o el retroceder Pito cuatro pasos del boquerón, exclamando hacia nosotros (yo creo que con regocijo), pero con el arma preparada:

-¡Cristo Dios!... ¡Vos digo que aqueyus no son ojus: son dos brasales!

Comprendió Chisco al punto de qué se trataba; soltó el sabueso y me mandó a mí que me quedara donde estaba (es decir, como al primer tercio de la cueva, muy cerca del muro de la derecha), pero con el arma lista, aunque sin disparar antes que ellos dos, y avanzó él hasta colocarse en la misma línea de Chorcos, de manera que sus tiros se cruzaran en ángulo bastante abierto en el centro del boquerón del fondo.

Como toda la prudencia y la reflexión que podía esperarse de aquellos dos rudos montañeses había que buscarla en Chisco, yo no apartaba mis ojos de él, y no podía menos de admirarme al observar que ni en aquel trance de prueba se alteraba la perfecta regularidad de su continente: su mirada era firme, serena y fría, como de ordinario; su color el mismo de siempre, y no había un músculo ni una señal en todo su cuerpo que delatara en su corazón un latido más de los normales; al revés de Pito Salces, que no cabía en su ropa, no por miedo seguramente, sino por el deleite brutal que para él tenían aquellos lances.

Tomando yo por guía de mi anhelante curiosidad la mirada de Chisco, y sin dejar de oír los ladridos de Canelo apenas metido éste en la covacha, pronto le vi retroceder, pero dando cara al enemigo con las cuatro patas muy abiertas, la cabeza levantada y casi tocando el suelo con el vientre. Lo que le obligaba a caminar así no era difícil de adivinar: tras él venía la fiera gruñendo y rezongando; y al asomar al boquerón, no me impidió el frío nervioso que corrió por todo mi cuerpo, estimar la exactitud con que Pito había calificado el lucir de los ojos de aquel animalazo: realmente centelleaban entre los mechones lanudos de sus cuencas, como las ascuas en la oscuridad. La presencia nuestra le contuvo unos instantes en el umbral de la caverna; pero rehaciéndose enseguida, avanzó dos pasos, menospreciando las protestas de Canelo, y se incorporó sobre sus patas traseras, dando al mismo tiempo un berrido y alzando las manos hasta cerca del hocico, como si exclamara:

-¡Pero estos hombres que se atreven a tanto, son mucho más brutos que yo!

Al ver que se incorporaba la fiera, dijo a Pito Salces Chisco:

-Tú al oju; yo al corazón... ¿Estás? Pues... ¡a una!

Sonaron dos estampidos; batió la bestia el aire con los brazos que aún no había tenido tiempo de bajar; abrió la boca descomunal, lanzando otro bramido más tremendo que el primero; dio un par de vueltas sobre las patas, como cuando bailan en las plazas los esclavos de su especie, y cayó redonda en mitad de la cueva con la cabeza hacia mí. Corrí yo entonces a rematarla con otro tiro de mi escopeta; pero me detuvo Chisco, diciéndome mientras cargaba apresurado la suya igual que hacía Pito por su parte:

-Guarde esas balas por lo que puede suceder de prontu. Pa lo que usté desea jacer, con el cachorriyu sobra.

No me halagaba mucho aquel papel de cachetero que se me concedía y casi por caridad; pero con el deseo de poner algo de mi parte en aquella empresa feroz tan pronta y felizmente rematada, aceptéle de buen grado, y hasta sentí muy grande complacencia en ver que con un balín de mi revólver encajado en el oído de la osa, la había producido yo las últimas convulsiones de la muerte. Y algo era algo, y otra vez sería más.

Pito silbaba y pataleaba de gusto en derredor de la fiera mientras cargaban su espingarda. Chisco no se daba todavía por satisfecho, a juzgar por lo receloso de sus aires.

¿Qué quedaba allí por hacer? Lo que hizo Chorcos enseguida con su irreflexión de siempre; llamar a Canelo y meterse con él en la cueva desalojada por la osa. ¡Puches! había que acabar igualmente con las crías... y saber lo que había sido de la perruca, que ni salía ni «agullaba...» Bueno estaba de entender el caso; pero había que verlo, ¡puches!

Por mucha prisa que se dio Chisco en seguir a su camarada para acompañarle, no habiendo podido contenerle con razonamientos, cuando llegó al boquerón ya volvía Pito con la perruca faldera abierta en canal en una mano, en la otra un osezno como un botijo, y la escopeta debajo del brazo. Dijo que quedaban otros dos como él, y se volvió a buscarlos, después de arrojar el que traía contra un lastrón del suelo, y de entregar a Chisco lo que quedaba de la perruca para que viéramos, él y yo, si aquello tenía compostura por algún lado. ¡Puches, cómo le afligía aquella desgracia!

La caverna tenía muy poco fondo: se veía bastante en ella con la luz que recibía por la boca, y por eso se hacían muy fácilmente todas aquellas maniobras de Pito. El cual reapareció al instante con las otras dos crías de la osa, asegurando que no quedaban más que huesos mondos en la cama.

Por el aire andaban aún los dos oseznos arrojados por Pito desde la embocadura de la covacha, cuando Canelo salió disparado como una flecha y latiendo hacia la entrada de la cueva grande. Yo, que estaba muy cerca de ella, miré a Chisco y leí en sus ojos algo como la confirmación de un recelo que él hubiera tenido. Observar esto y amenguarse la luz de la cueva como si hubieran corrido una cortina delante de su boca, por el lado del carrascal, fue todo uno.

-¡El machu! -exclamó Chisco entonces.

Pero yo, que estaba más cerca que él de la fiera y mereciendo los honores de su mirada rencorosa como si a mí solo quisiera pedir cuentas de los horrores cometidos allí con su familia, sin hacer caso de consejos ni de mandatos, apunté por encima de Canelo, que defendía valerosamente la entrada y a riesgo de matarle, disparé un cañón de mi escopeta. La herida, que fue en el pecho, lejos de contenerle, le enfureció más; y dando un espantoso rugido, arrancó hacia mí atropellando a Canelo, que en vano había hecho presa en una de sus orejas. Faltándome terreno en que desenvolver el recurso de la escopeta, di dos saltos atrás empuñando el cuchillo; pero ciego ya de pavor y perdida completamente la serenidad. Desde el fondo de la cueva salió otro tiro entonces: el de la espingarda de Pito. Hirió también al oso, pero sólo le detuvo un momento: lo bastante para que el mozón de Robacío le hundiera la hoja de su cuchillo por debajo del brazo izquierdo, hasta la empuñadura. Fue el golpe de gracia, porque con él se desplomó la fiera patas arriba, yendo a caer su cabeza sobre el pescuezo de la osa, donde le arranqué, con otro tiro de mi revólver, el último aliento de vida que le quedaba. (...).

Como en la tertulia no se habló aquella noche de otra cosa que del lance de la cueva, al salir al día siguiente, antes que el sol, Pito Salces y Chisco con dos carros en busca de los dos osos muertos, sin necesidad de invitaciones los acompañaba medio escuadrón de gente moza; con cuyo auxilio pronto se vencieron las muchas dificultades que hubo para sacarlos de la cueva. Andando de vuelta, fueron los acompañantes adornando las carretas y los bueyes con ramajos de la montaña, y así desfiló la alegre comparsa por delante de la casona y para que viera mi tío los gloriosos trofeos de nuestra bestial hazaña; y así bajó al pueblo, donde hubo cánticos y bailoteo por largo, con la «salsa» a mis expensas por especial encargo mío. Obsequiáronme al otro día con las pieles, y regalé yo a Chisco y a Pito Salces sendos centenes isabelinos, con lo que pensaron enloquecer de alegría.(...).

A pesar de ello, los dos mozones volvían a cargar sus escopetas. ¿Para qué, Señor? ¿Era posible que quedaran en toda la cordillera ni en todo el mundo sublunar, más osos que los que allí yacían a nuestros pies, entre chicos y grandes, vivos y muertos? Después nos miramos los tres cazadores, como si tácitamente hubiéramos convenido en que era imposible cometer mayores barbaridades que las que acabábamos de cometer, y que solamente por un milagro de Dios habíamos quedado vivos para contarlas.

 

Elementos a trabajar:

  • ¿Dónde nació José María Pereda?  
  • Estudiar los rasgos característicos del realismo y el naturalismo en la literatura española del siglo XIX.
  • Pon algunos ejemplos de las palabras propias del habla de la montaña cantábrica que Pereda utiliza en la novela.
  • ¿Cual es la situación actual del oso en la Cordillera Cantábrica?